En ocasiones, te sigo, porque has sabido llevarme hasta el fondo de un sólo pensamiento, o porque simplemente no puedo hacer más que seguirte, o hablar contigo, porque no soy capaz de mirar siquiera un par de metros más lejos del punto en el que estoy, porque he dejado que mi vida se convierta en aquello que tu dices, o que tu sientes, o que me dices que debo sentir, o que crees que debo sentir y no me dices. He dejado de pensar para que creas que no he cambiado, aunque he fracasado en eso, y el miedo no me deja decírtelo.
Y me siento a dos metros de tu imagen, de tu sombra [que siempre vigila] y te observo, quedamente, mientras olvidas que existo, mientras mis palabras te aburren, mientras dejo que mis sueños se vayan diluyendo como la tinta de esa pluma que no escribe ya más, como aquel color con el que no quise pintarte, como aquel puñal que clavé en tu espalda, y que tu mismo -sin saberlo- me diste...
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