Después de una deliciosa charla en aquel cómodo departamento, me levanté de la mesa justo después de tomar un par de copas de vino y me dirigí hacia la pequeña biblioteca de la derecha. El estante en sí no guardaba nada en especial, salvo que en mi visita anterior no ocupaba el mismo lugar. La infinitesimalmente pequeña parte de la biblioteca de Babel ante la que me hallaba me hizo pensar unos instantes acerca del propietario de los libros. No supe determinar un gusto particular, pues tanto los idiomas, como los títulos y los mismos temas eran tan diversos como en ese momento mis pensamientos.
Tomé aquel libro amarillo, de hojas ya amarillentas, probablemente por el tiempo que ha pasado desde su impresión. Lo abrí en cualquier página, y allí encontré una nota. Empecé a leerla, pero pasadas tres palabras, pensé que sería un atrevimiento de mi parte, y la dejé donde estaba. Reduje el volumen a unas cuantas páginas (tal vez las veinte primeras) y llegué al lugar que el destino esperaba que mis dedos ocuparan.
El primer laberinto, el de la derecha, me dejó un poco aturdido, sin palabras. La perfección de sus caminos, de las letras con las que habían sido sus muros construidos, su longitud, su arquitectura, la imagen que de él se derivaba me dejó mudo por unos segundos. Lo leí, y releí al menos cuatro veces, cada vez sin nada que envidiarle a la anterior.
El segundo laberinto, con dos letras más en su nombre tenía el nombre Zeus impreso en uno de sus primeros intersticios. Mis ojos se negaron a observarlo, poniéndome a punto de perder la atención, y detenerme después de sólo algunos pasos. Quise detenerme, pero no pude, pues el encanto de lo siguiente que pude ver me retuvo inevitablemente. De nuevo, en silencio, recorrí con la mirada todo el lugar, la perfecta arquitectura en toda su extensión, las paredes aún más perfectas que las del laberinto de la derecha, el número de letras, de palabras usadas para su construcción, obreros incansables dirigidos por una sóla persona, por una sóla alma. Aquella alma incansable y sin temor, como la del tigre, estática, a punto de devorar a cualquiera, pero sin la necesidad de devorar a la criatura más pequeña...
Y seguí ahí parado, pensando en aquel escritor, en sus versos, en lo que sería de la noche después de leerlos, en mí, en aquellos ojos que veo impresos en cualquier papel, desdibujados por el tiempo...
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