Salté de la cama. Creí escucharte, pero eran los mismos ruidos de viernes en la noche. Siempre lo mismo. Lentamente el sueño se fué, como se va la vida de un enfermo. Empecé con esa retrospectiva que suele ocupar los minutos antes de dormir, y en la que todo el día transcurre rápidamente en un par de pensamientos, a través sólo de las ideas y de las personas más importantes o más relevantes. Quise hacerlo al estilo Borges, pero mis capacidades memorísticas no son tan providenciales, así que después de unos segundos, desistí. Luego subí al balcón.
... Prendí un cigarrillo, sin detenerme a observar o recordar dónde lo había obtenido. Me senté en las frías baldosas blancas con negro que cubrían nuestro balcón y recordé cuando aún no te habías lanzado por él, ví tus ojos, abrasivos, clavados en mis manos pidiéndome que no te soltara, que no te dejara ir; vi mis manos, abiertas, y ensangrentadas, tratando de retenerte desesperadamente; vi mis ojos, llenos de lágrimas, y tu cuerpo, tirado diez o nueve pisos abajo, doblado, con miles de huesos partidos...
Vi, tal vez en sueños, un rostro, tal vez el tuyo, el de un ángel, el de un demonio, el mío, señalándome y culpándome. Fuí luego al espejo, y ví mi criminal rostro, riéndose orgullosamente, encima de un cuerpo cubierto con los mejores ropajes, y las mejores joyas...
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