[No sé como llegamos aquí, no sé si estamos perdidos o si de verdad nos encontramos... no sé.]

Aunque pareciera que muchas veces nos empeñamos en ocultar aquellos productos de nuestra mente [nuestros pensamientos]. Hemos creado un blog para combatir este cruel empeño. Las palabras deben salir, y cualquiera debe poder leerlas. Es posible, sin embargo, que a nadie le interesen, o que incluso, el orden en el que las ponemos sea considerado incoherente o estúpido. Tomamos, aún así, el riesgo de dejarlas ver la luz, descubriéndolas ante cualquier observador que desee urgar a través de ellas, criticarlas, o elogiarlas...


sábado, 17 de octubre de 2009

Encendida

Miro. Toco mi frente y está caliente. Hierve como si soñara con el mismo infierno. Toco la almohada. Está fría, como si de hielo estuviese hecha. Con los ojos entreabiertos, logro ver una sombra, y entonces me cubro completamente con la sábana. Tengo miedo y aquel protector que duerme en la habitación contigua no está. Grito, pero nadie me escucha. Grito de nuevo, y la sombra desaparece, pero de inmediato, como por reflejo, reaparece. Cierro nuevamente mis ojos y me oculto bajo la sábana. Algo la hala fuertemente, y quedo al descubierto. Lucho, inútilmente, por recuperarla, pero de mí es apartada vertiginosamente. Grito con todas mis fuerzas, pero rápidamente la tos ahoga mi grito. Me retuerzo en la cama, en medio del ataque de tos. Tomo la pequeña linterna que suelo guardar en mi nochero (para emergencias, como esta), pero, aunque todas las noches verifico su funcionamiento, algo en este momento la hace fallar. Muevo el switch hacia la derecha, y luego a la izquierda varias veces, y no funciona. Intento gritar, pero la garganta me arde y no puedo hacerlo ya. Cierro los ojos, de nuevo, y comienzo a hablar en voz baja. Estoy rezando. La figura me observa, y lentamente se acerca. Siento su respiración, escucho sus latidos. Abro sólo ligeramente uno de mis ojos y me doy cuenta que está sólo a unos cuantos centímetros de mí. Empiezo a temblar, y luego a retorcerme. Algo de sudor empieza a brotar de arriba de mis labios, y de las palmas de mis manos. Impotente y desesperado, al mismo tiempo cubro mis oídos con mis manos y mis ojos con mis codos, y entonces, escucho esa tierna voz que me dice todos los días: "Levántate, es hora de ir a la escuela".

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