Me pregunto a qué aluden los celos. Sí, los celos, esos celos, los sientes cuando no logro explicarme con pertinencia, congruencia, o conveniencia, o los que sientes cuando desaparezco como una sombra al llegar la noche, en el vacío de mis pensamientos, o en la penumbra de mi habitáculo. Cuando no respondo a tus llamados, o cuando no dejo que veas mis ojos. Los mismos celos que sienten todos cuando la impotencia llega, contundentemente, y vacía lo poco que queda en su mente, reemplazándolo por sólo un par de palabras. Y aún te preguntas cuáles.
Deja los celos, te he dicho, pero sigues respirando, entrecortadamente, y tu aliento hiede a celos. Estás, inevitablemente, transpirando esa sensación a la vez de impotencia y de ira incontenible, pero mezclada con un orgullo que no permite articular una sola palabra. Graciosamente, me pregunto a qué deberían oler los celos. Los irrisorios e imaginativos celos. Tal vez huelen un poco a dulce, pero no saben a nada –son simples, como esas barritas para la resequedad de los labios que usa la gente sofisticada, o tal vez huelen a ajo, o a cebolla, y su olor es difícil de olvidar, de ignorar, y de eliminar. Un buen aroma para los celos, supongo, aunque tal vez nada tiene que ver. Tal vez huelen a sudor, o a ese almizcle que brota cuando el agua no toca el cuerpo por varios días, o cuando tenemos sexo compulsivamente, durante todo el día. Tal vez sólo huelen a mí, y saben a tus besos, o huele a tu sexo. Tal vez solo es una mezcla de olores, y necesitamos crear un nombre para el olor, igual que crearon nombres para todo, para los cubos, para los carros, y también para mí. El olor “celos”, seguramente. Así cuando sientes este olor, dirías: “ah, huele a celos”. Aunque no deja de ser extraño.
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