De nuevo, sí, de nuevo te escribo, en medio de algo de desesperación, o de impotencia, quizá dándome menos importancia de la que merezco, o quizá dándome más. No importa más lo que yo piense, o lo que sienta, sólo tus palabras rondando en mi cabeza, tus insulsas palabras, tus fútiles palabras, tus estupideces, y tus mentiras, o tus omisiones. Da lo mismo, ya te digo, no me importa. ¡Mentira! Miento, y lo sé, y sé que lo sabes. Sí me importa. Bah- ni siquiera lo sé. Y así podría continuar, intentando desahogar algo de impotencia. Ese saber que poco te importó mi presencia, o mi ausencia, ese reconocer, con no poco de desconsuelo, que mis palabras se terminan yendo en el aire, sin llegar a tus oídos, o a ti misma. Me hiere, y me hiere recordarlo, ese simple adiós sin más, sin esfuerzo, con algo de decepción, o de frustración tal vez. Una mezcla perfecta entre ambos, me atrevo a pensar, sin atreverme a adivinar sus proporciones. Probablemente épicas, aunque lo último no tenga ningún sentido. Ciertamente no debí escribirlo. Un mal chiste, probablemente producto de mi comportamiento, un tanto errático. Ahora hablo fuera del vaso, y seguro no se entiende. No es que me guste hacerlo, pero un mórbido deseo me impulsa a hacerlo, sólo por ver qué pasa. Y sigo preguntándome dónde estabas cuando te intenté hablar, o cuando te busqué, quedamente, con una perdida mirada, o cuando pregunté a aquel pesado hombre por ti, indicándole tus señas rápidamente, casi con desesperación. Y sigues volteando la espalda, pareciendo fuerte, y olvidando que me haces daño con tus gestos, y de nuevo, repito, mil veces lo repito, con tus mentiras, tus omisiones, tus estupideces. Y el tiempo, el tiempo, siempre el maldito tiempo, que te absorbe con su arena, que se te pega al cuerpo y no me deja verte y rápidamente te entierra, cada vez más, en lo profundo de un desierto cuya longitud y origen me son desconocidos. Horrido desierto.
martes, 30 de marzo de 2010
¿Dónde?
sábado, 27 de marzo de 2010
Celos
Me pregunto a qué aluden los celos. Sí, los celos, esos celos, los sientes cuando no logro explicarme con pertinencia, congruencia, o conveniencia, o los que sientes cuando desaparezco como una sombra al llegar la noche, en el vacío de mis pensamientos, o en la penumbra de mi habitáculo. Cuando no respondo a tus llamados, o cuando no dejo que veas mis ojos. Los mismos celos que sienten todos cuando la impotencia llega, contundentemente, y vacía lo poco que queda en su mente, reemplazándolo por sólo un par de palabras. Y aún te preguntas cuáles.
Deja los celos, te he dicho, pero sigues respirando, entrecortadamente, y tu aliento hiede a celos. Estás, inevitablemente, transpirando esa sensación a la vez de impotencia y de ira incontenible, pero mezclada con un orgullo que no permite articular una sola palabra. Graciosamente, me pregunto a qué deberían oler los celos. Los irrisorios e imaginativos celos. Tal vez huelen un poco a dulce, pero no saben a nada –son simples, como esas barritas para la resequedad de los labios que usa la gente sofisticada, o tal vez huelen a ajo, o a cebolla, y su olor es difícil de olvidar, de ignorar, y de eliminar. Un buen aroma para los celos, supongo, aunque tal vez nada tiene que ver. Tal vez huelen a sudor, o a ese almizcle que brota cuando el agua no toca el cuerpo por varios días, o cuando tenemos sexo compulsivamente, durante todo el día. Tal vez sólo huelen a mí, y saben a tus besos, o huele a tu sexo. Tal vez solo es una mezcla de olores, y necesitamos crear un nombre para el olor, igual que crearon nombres para todo, para los cubos, para los carros, y también para mí. El olor “celos”, seguramente. Así cuando sientes este olor, dirías: “ah, huele a celos”. Aunque no deja de ser extraño.
domingo, 7 de marzo de 2010
Vacío
Miro al horizonte, parado, a sólo unos centímetros del vacío, y aún no te veo. Tengo ganas de estrellarme una nube en toda la cara. ¡Despierta, imbécil!... y la tranquilidad, súbitamente, vuelve.