Veinte, o treinta. Como siempre. Sentado, con el cigarrillo en la boca y el denso humo cortándome la respiración y haciéndome arder los ojos. Sentado simplemente, sin siquiera hablar, o tal vez sólo susurrando algunas palabras. Balbuceando. Ensimismado en tus ojos, y en tu recuerdo, o en las mentiras que nunca soy capaz de decir, o en lo que no soy capaz de ocultar. En eso, que me hace dar aquello que me hace falta, sin detenerme a pensar antes. En eso que es nada, o que es menos que yo, o cual es lo mismo. En lo que resulta siendo un interminable pensar en eventos que tal vez sólo ocurren aleatoriamente, como tus besos, o esas miradas que pones sobre mí, cuando no me doy cuenta.
Sentado, miré hacia arriba, como esperando que hubiese una puerta, o que algo me dejase ciego y no poder ver lo que había enfrente mío, y entonces la vi. Primero en forma de resplandor detrás de un velo azul o grisáceo, y después en su forma natural: un delgado círculo amarillo delineado por una tenue sombra naranja, sin más que un par de manchas en su interior. Primero pareció que un ave la tenía entre su largo pico, y luego fueron un par de tímidos dedos que suavemente la sostuvieron. Un par de minutos, y entonces, de repente se convirtió en la cabeza de un pequeño animal cuya forma no logro ahora recordar (supongo que poco importa). A este punto, todas las formas desaparecieron, y entonces llegaron los reflejos. Primero formas conocidas, de algunos animales, sonriendo, plácidamente sobre el oscuro fondo, y luego, extraños personajes como salidos de la imaginación de algún loco (de esos que nunca esperas, pero que terminan por aparecer, y robarte unos minutos). Algunos conocidos, como esos dibujitos que suelen ver los niños durante todo el día, frente a una maldita y ensordecedora caja (que últimamente no es tan caja).
De manera sublime, las figuras continuaron apareciendo, hasta ser tan rápidas que ni lograba identificarlas. Da Vinci, creo que logré verlo también, aunque ahora no estoy seguro. De haber sido él, seguro lo recordaría. Casi como reptando, súbita y vertiginosamente, me aleje del lugar, con la mente ocupada en alguna rudimentaria idea, que tan solo empezaria a tomar forma en mi cabeza un rato después.
Caminé, como embrujado por aquella luz, que ya se ocultaba, que ya de nuevo se mostraba, con toda fuerza, como queriendo decirme algo, muy quedamente al oído. Equivocada y distraídamente, tomé el camino de la derecha, lo que me hizo dar varias vueltas en círculo (¿o en óvalo?). Varios minutos y logré encontrar el camino que me conduciría a aquella extraña salida. Acostado, y con dolor en el cuello, sin poder dejar de observar el velo negro, y el brillo, ambos apoderándose de mí, decido levantarme, y caminar, de nuevo.
Esta vez es a través del puente, cuyo lado opuesto alcanzo en sólo unos instantes (de esos que te doy). En búsqueda de aquel lugar, aún desconocido. Cinco direcciones. Hube de probar cuatro de ellas, errando en las tres primeras. La quinta nunca la conoceré, supongo. No me fue dado encontrar ninguno de los volúmenes que buscaba en el desordenado lugar. Textos por todos lados, pero ningún orden lógico, índice, ni nada parecido. Todo parecía residir en la memoria de alguno de sus ocupantes, y los textos, atiborrados sobre las inestables estanterías, parecían demasiado viejos, y demasiado raros, pero aún así, para mí inútiles. Quise un volumen de textos cortos, para poder terminar de una sola sentada. Con el volumen ya en mis manos, después de que aquel hombrecito me lo entregara, al ver que pasaba casi una hora y yo seguía revisando, infructuosamente, las desordenas estanterías, empecé a leer.
Esta vez se trataba de un tal [U...], cuyo lugar de origen no me fue dado, pero cuyo destino fue el de siempre. El delicioso y cruel destino de la tragedia. Siempre irremediable, irrevocable, irresoluble...