Esperé, y me dí cuenta que por cada treinta segundos, la manecilla del segundero se devolvía exactamente un segundo y medio. Cada minuto duraba 63 segundos en aquel lugar. En un día, el reloj había consumido una hora y doce minutos más que cualquier reloj normal. Mañana tras mañana, las personas del lugar ajustaban sus relojes con este gran y viejo artefacto.
Durante los tres días que estuve allí, el reloj se movió el tiempo correspondiente a tres días y tres horas treinta y seis minutos. Cada veinte días, entonces empecé a contar un día de más, y en un año alcancé a contar diez y ocho días y seis horas más que en cualquier año normal. Un año y medio de mi vida estaba perdido entre la imprecisa maquinaria del reloj y las torpes manos de aquel que lo construyó. En no diferentes condiciones estaban las vidas de los que por allí caminaban.
Me levanté a los tres días, con hambre y sueño, pero aún maravillado de tener una vida en el pasado, y de poder viajar en el tiempo, hacia la ciudad más cercana, para luego volver, a este rincón, en el que ni siquiera el tiempo o aquellos que pretenden controlarlo han podido llegar...
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